Pluma de Águila

Descancen un rato de la cotidianidad de la vida.

jueves, 19 de enero de 2017

Cuento 9

Volar y Saltar

En una ciudad como cualquier otra ciudad que existe en el Perú. Vive Raymi, el perro sin pelo. Y aunque ahora es un perro muy inteligente y zagas, cuando era cachorrito era muy torpe y tenía problemas al saltar, siempre se tropezaba con sus patitas y, en su torpeza, terminaba golpeándose.
Entonces decidió que nunca más iba a saltar, porque era difícil y cuando saltaba no solo le dolía el golpe al caer, sino que sus hermanos se reían por que ellos si podían saltar.
Un día cuando llevaron a toda la familia al parque, los hermanos de Raymi saltaban uno sobre otro, entre las plantas y sobre todo lo que podían. Pero Raymi se quedó a la sombra, dormitando aburrido y arrugando la nariz.
-          ¿Por qué no estas saltando con los demás cachorros? – le preguntó un pajarito que cayó a su lado.
-          Porque cuando salto me tropiezo y todos se ríen – contestó triste
-          ¿Y no practicas?
-          No – dijo haciéndose bolita
-          Yo soy Yaya – se presentó el pajarito caminando hacia el árbol y empezando a subir con dificultad
-          Yo soy Raymi. ¿Qué haces? – preguntó curioso
-          Aprendo a volar – le contestó siguiendo con la subida hasta que por fin llegó a la rama más cercana.  Y tomando aire profundamente saltó y empezó a batir las alas con todo lo que podía, pero ¡PLAF! Cayó al suelo.
-          Ouu… - se quejó el pajarito sacudiéndose y empezando la subida una vez más.
Toda la mañana Raymi vio como el pequeño pajarillo caía, subía y saltaba del árbol hasta que de pronto, justo cuando volvía a quedarse dormido, los gritos de felicidad del pajarito lo despertaron por completo
-¡Lo logré! Lo logré! – volaba emocionado Yaya – ¡Y solo me tomó mil doscientos treinta y seis intentos! – gritó pasando entre las orejas de Raymi.
Al ver a Yaya volando como si hubiera nacido sabiendo, y por haber visto los intentos fallidos del pajarito Raymi decidió que el también debía practicar, practicar y practicar. Porque si Yaya podía volar, el podia saltar.

Cuando Raymi creció y se hizo un perro adulto, su habilidad de saltar obstáculos muy altos le ayudó mucho a ayudar a sus amigos del pueblo y nadie nunca supo lo mucho que tuvo que practicar para lograrlo. Nadie, excepto Yaya.

Cuento 8

El Gato más Curiosos

Seguramente que todos han escuchado de perros guardianes, pero en una granjita muy peculiar vive un gato guardián.
Todos los días se levanta muy temprano a pasar revisión a todos los animales en sus jaulas, raro para un gato ya que como todos los dueños de gatos saben, a la mayoría les gusta dormir todo el día.
Primero pasa por los patos y gallinas, se sienta y los cuenta para confirmar que aun haya la misma cantidad que el día anterior. Luego visita a las ovejas y vacas, con la cola levantada pasa a ver que todos se lleven bien y vivan tranquilos.  Si encuentra a algún animal fuera de su lugar lo arrea a su corral o lo toma por el cuello para regresarlo a donde pertenece. Si no puede, maúlla y maúlla hasta que es escuchado para reportar el problema.
Luego de su recorrido, regresa a la casa del granjero, se sube a la cama y empieza a maullar justo a las cinco de la mañana. El granjero no ha usado despertador desde que tiene ese gato.
Y mientras hace sus labores, el gato va con el granjero, durmiendo en la carretilla o en medio del terreno o sobre las jaulas de los animales. Y si ve un ratón, ZAZ, lo atrapa entre sus garras y se lo come con ganas.
Si llega un extraño a la casa, se sienta sobre la mesa mirando fijamente al  recién llegado. Y más de una vez ha perseguido ladrones bufando y gruñendo dejando caras marcadas y haciendo llorar a quien se atreva a entrar en su propiedad sin permiso.

Porque uno no adopta a un gato, el gato adopta a uno. Y tu casa deja de ser tu casa, es la casa del gato. Y los animales en ella dejan de ser tus animales, son sus animales. Y este gato es un gato responsable que cuida lo suyo con fiereza.

Cuento 7

1.       La niña del manantial

Cerca de una ciudad del centro del Perú existe un pequeño manantial de agua, hace años solía dar agua constantemente todo el año, y eso se debía a que en ese manantial vivía una pequeña, muy, muy pequeña niña, tan pequeña que apenas alcanzaba los diez centímetros de alto cuando se ponía en puntas de pie.  Pero esta niña no solo era pequeña, sino que también era muy triste, tan triste que cuando lloraba, el manantial se llenaba de agua y se formaban dos largos ríos.
Cuentan los nacidos en esa ciudad, que un día una vizcacha curiosa vio a la niña y con cuidado, con cuidadito, se le acercó
-          ¿Por qué lloras niñita? – le peguntó inclinando la cabeza. Pero le respondió y siguió llorando. “Tal vez la niña no hablaba vizcachez”, pensó la vizcacha, y muy presurosa corrió todo lo rápido que le dieron las patitas hasta que vio a un gran cóndor que parecía amigable y le contó sobre la niña del manantial.
El cóndor, que era un abuelito de muchos pichones y con experiencia en polluelos pensó que tal vez él podría ayudar.
-          ¿Qué te pasa wawita? – preguntó el cóndor cuando llego a su lado, pero la wawita no se movió y siguió llorando. El cóndor abrió sus alas y lució sus hermosas plumas tratando de animar a la niña, incluso le regaló una, pero eso no detuvo su llanto. – debe ser cosa de cachorros – le dijo el cóndor a la vizcacha – conozco a alguien que puede ayudar. – y levantando vuelo surcó los cielos hasta llegar a donde no se ha visto a un cóndor en mucho tiempo y pronto estuvo de regreso con una zorrita ente sus garras.
-           ¿Qué te pasa churre? – le preguntó la zorrita levantando las orejas. Pero la niña siguió llorando. Entonces la zorrita le lamió la cara, la cabeza y las manos. Se acurrucó junto a ella acompañando a la niña hasta que finalmente la pequeña se durmió, aunque no dejó de llorar.


Cuando la niña despertó, se vio rodeada de la zorrita, la vizcacha y el cóndor que dormían acurrucados con ella y se sintió tan feliz de tener compañía y ser abrazada tan rico que sonrió y  dejó de llorar. Y desde ese día, el manantial dejó de dar agua.

Cuento 6

1.       Lo que más importa

Gabrielito  era un niño como cualquier otro, se levantaba por las mañanas a tomar su leche e ir al colegio. Ayudaba a su mamá a poner la mesa y se cepillaba los dientes todos los días.
Pero como todo niño, soñaba con un juguete que veía todos los días en la televisión y que la mayoría de sus amiguitos tenía.
Una tarde, acompañó a su mamá al mercado y vio cuando una vecina le dio unos billetes a su mamá.
-          ¡Mami cómprame un juguete! – le pidió.
-          No puedo Gabriel. No tengo dinero – le respondió la mamá
-          ¡Pero vi a la señora que te acaba de dar mucha plata! – exclamó.
-          Bueno Gabriel – dijo la mamá agachándose para mirarle a los ojos – ese dinero es para las medicinas de tu hermanito, para tus zapatillas nuevas y los libros del colegio, pero si quieres te compro el juguete y ya no compro lo demás -
-          No – la detuvo Gabriel tomándole de la mano – no necesito el juguete – murmuró.

Gabriel entendió que hay cosas más importantes que un juguete. Además prefería tener zapatillas nuevas y jugar futbol con sus amigos.

Cuento 5

1.       Antonia y los monstritos

Viajando por la selva, Antonia se perdió.
Caminó y caminó buscando el camino de retorno, pero como cualquier persona en la selva sabe, un árbol es muy parecido al otro y si no sabes el camino, puedes ir a la derecha cuando quieres ir a la izquierda.
Luego de mucho caminar llegó a un pueblito con chocitas y gente sin zapatos.
-          ¡Buenos días señorita! – saludó un niño.
-          ¡Buenos días! – respondió Antonia.  Y fue llevada con el jefe del pueblito, le dijeron que ese día no podían ayudarla a regresar a la ciudad, y que tenía que esperar un par de días para que la balsa llegue al rio.
En los días que siguió, Antonia vio algo muy raro en la ciudad. Ningún niño hacia berrinche, o era mal educado.  Excepto por un solo día donde vio lo siguiente.
Un niño de unos ocho años caminaba con su mamá y la jalaba del brazo gritando y llorando porque quería algo que la mamá no podía comprar. Todo parecería un berrinche normal de un niño, y si hubiera estado en otro pueblito no le habría tomado atención, pero no podía dejar de mirar a la madre y a su hijo, porque mientras gritaba el niño, algo increíble sucedía. Su piel se tornó verde y agrietada, y su pelo se hizo pajoso y sucio. Su nariz se retorció y sus uñas se pusieron amarillas. En cuestión de minutos, ya no era un niño el que jalaba a la señora, era un monstrito. La mamá se notaba cansada pero intentaba calmar al pequeño monstruo con toda la paciencia que tenía. Pasaron los minutos, y a pesar de los intentos de la mamá, el niño no regresaba a ser niño, al contrario, sus gritos eran más fuertes y agitaba sus brazos y piernas, hasta que finalmente salió corriendo empujando a todas las personas con las que se topaba hasta perderse en la selva, dejando a su mamá llorando en medio de la calle.
Los niños en aquella ciudad se tornaban monstruos cuando eran malcriados y hacían berrinche. No era cosa de un día, le contó el brujo del pueblo, pasaba a lo largo de los años, a veces era rápido, a veces tomaba un poco más de tiempo, dependiendo que tan malcriado era el niño.

Al día siguiente llegó el bote que regresó a Antonia a la ciudad, y desde aquel día, cada vez que veía un niño haciendo un berrinche en la calle, recordaba a los niños monstritos que vio en aquel viaje a la selva.

Cuento 4

1.       Lana de felicidad

En lo alto de las montañas nevadas, apartada de los rebaños de los hombres, vive una alpaca gris. Que baja cada año en una ciudad diferente, se mezcla con las otras alpacas y deja que le quiten la lana extra que lleva.
Lo curioso de esta alpaca, o de la lana de esta alpaca, es que es mágica. Pues todo el que use una prenda con esta lana, siempre se sentirá feliz.
La han buscado por todas partes para poder hacer lo que la gente hace mejor, comercializar masivamente su lana, pero nuestra alpaca nunca baja a la misma ciudad dos veces, por eso la llaman Phuyuy, que en quechua quiere decir viajera.
“¿Entonces, como saben que hay una lana así?” Se deben estar preguntando. Pues la respuesta es sencilla, la lana de Phuyuy tiene un brillo especial justo después de trasquilada, que pierde al pasar las horas y es muy difícil de separarla de la demás lana.
Las personas que creen en esta lana especial cuentan que la “magia” tiene una condición. Tienes que ser bueno con los demás para que funcione. Si el que la usa es gruñón, gritón y pelea mucho, entonces ¡PUF! El efecto de la lana deja de funcionar.
Sin embargo, si quien lo usa es amable y le gusta reír y hacer reír a los demás, entonces la magia de la lana puede durar años y años. Y guarda la felicidad para la siguiente persona que la use.
Es por eso que la lana de alpaca es muy codiciada, porque nunca se sabe que prenda tiene esta lana especial.


Cuento 3

1.       Ceviche de cañan

En el Perú hay costumbres muy raras, especialmente cuando se trata de comidas, hay lugares en la selva donde se come mono, gusanos y hormigas, en otros lados se come rana, y cosas aún más raras.
En un pueblo del norte en particular, es costumbre comer lagartija. Y no cualquier lagartija, Cañanes se les llama, son grandes, muy inteligentes y corren muy rápido. Hay que ser muy hábil para atrapar una, especialmente en la actualidad ya que están en peligro de desaparecer.
Era la fiesta de San Pedro y San Pablo, cuando uno de los cazadores de cañanes más famosos de la ciudad apareció con una lagartija del tamaño de su ante brazo – ¡hoy come todo el pueblo! – anunció feliz levantando su premio y agitándolo para que todos lo vieran. Con lo que no contaba, era que la lagartija no era tonta y repentinamente ¡ZAZ! Le azotó el brazo con la cola haciendo que la soltaran y cayó al suelo.
Rápida fue la lagartija en correr con cortas patitas causando un revuelo en toda la gente reunida. Todos fueron a buscar escobas, redes, palos y hondas para atrapar a la lagartija, pero no contaban con lo escurridiza que era.
Corrieron por todas las calles del pueblo, siempre dos pasos detrás. Y viendo todo esto estaba Tomás, un jovencito que comía tamales en la plaza de armas.
-          Por aquí! – levantó la manta de uno de los canastos de las tamaleras y no tuvo que repetirlo dos veces. Segundos después apareció la multitud volteando la esquina buscando al animal.
-          Donde esta? – preguntaron. Pero las tamaleras sonrieron y no dijeron ni pio.
-          Por allí – señaló Tomás una calle y la turba corrió, pero no encontraron nada. Tomás la escondió en su ropa, le curó las patitas y la cola, le dio agua y comida. La llamó Ramiro y fue su gran inspiración.

Tomás estudió mucho y se convirtió en veterinario de animales exóticos y ahora vive cuidando de Ramiro y otros animales en su pueblo natal.

Cuento 2

1.       Raymi, el cuy y el collar brillante

Hace algún tiempo, en algún lugar del Perú, vivió Raymi. Un perro sin pelo.  Pelado de la cabeza a la cola, gris como la ceniza y juguetón como él solo. Raymi  era querido por todos los que lo conocían y era un perro feliz.
Una tarde, cuando descansaba a la sombra de un gran árbol, escucho un grito angustiado de la casa vecina. Presuroso corrió buscando a la dueña de la voz.  Colla, niña de la casa, buscaba con insistencia algo, desordenando todo a su paso –¡No está! – exclamaba volviendo a buscar en la habitación.
-          ¡Oh Raymi! – corrió a abrazarlo cuando lo vio entrar a su cuarto – no encuentro el collar especial que me dio mi papá – lloró - quería usarlo para su cumpleaños. ¿Puedes ayudarme?
Raymi miró a la niña y asintió con la cabeza. Levantó la nariz y olfateó el aire recorriendo el lugar y salió corriendo siguiendo el rastro del objeto.
Recorrio las calles y las plazas de la cuidad buscando y buscando. Pasó por los parques y el mercado, y colegios pero los olores lo confundieron y no encontró nada. Triste, se sentó a pensar. Tal vez le había faltado buscar en algún lugar de la ciudad.
Estaba tan concentrado en sus pensamientos que no notó al pequeño animalito que se sentó junto a él.
-          ¿Por qué tan triste?, ¡cuy! – preguntó el cuyo curioso. Y Raymi le contó sobre el objeto perdido que no podía encontrar.  – ¡Yo sé dónde está! ¡cuy! – dijo el cuyo con entusiasmo – ¡Vi quien entró en la casa sin permiso! ¡cuy!  ¡Se fue por aquí!
-          ¡Espera! –le detuvo Raymi y lo tomo por el cuello – Hay que llamar a la policía – dijo corriendo a la comisaria. Allí reunió a los policías y soltó al cuy quien salió corriendo.
Todos en la ciudad vieron a los policías corriendo detrás de un perro que corría detrás de un cuy y todos vieron como entraron a una casa desde donde se escucharon ladridos, gritos y chillidos de ¡cuy! ¡cuy!.

Cuando el alboroto se calmó, la policía tenía al ladrón y Raymi llevaba un cuy en el lomo y un collar en la boca, el cual entregó a su dueña. Colla estaba tan feliz de haber recuperado su collar que le dio una montaña de alfalfa al cuy y desde ese día, los dos se convirtieron en muy buenos amigos.

Cuento 1

Canasta de Pescados

Hace algunos años, en algún lugar del Perú, vivió Raymi. Raymi era un perro curioso, y travieso que no tenía pelo, ni uno solo; era peladito de la cabeza a la cola y era querido por todos los que le conocían.
Un día, paseando por la ciudad, se unió a dos niños que iban corriendo y saltando, riendo y jugando por la calle, cuando ¡PLAF! Tramboyos y jureles, bonitos y cachemas, caballitas e incluso un pulpo quedaron regados en el suelo.
-¡NIÑOS TRAVIESOS! – Gritó el pescador molesto. Los niños se miraron asustados y corrieron a esconderse, pero Raymi  animó a los niños a salir y los tres se pararon frente al pescador mirando al suelo.
- Lo sentimos – dijeron los niños al mismo tiempo que Raymi ponía sus patitas sobre su nariz.
El pescador suspiró – no corran sin mirar a donde van – les regañó mientras se agachaba para recoger su pesca.  Raymi entonces se apresuró a recoger con mucho cuidado uno de los pescados que más lejos había ido y lo puso en las manos del pescador y enseguida los niños lo imitaron.
Muy pronto todos los pescados estuvieron de regreso en la canasta del pescador. –¡Juan! ¡Pedro! – se escuchó el llamado de la mamá de los niños que llegaba muy preocupada por no haber encontrado a sus hijos en el parque. Los niños se disculparon con su mamá y le contaron sobre el accidente con los pescados.

La señora agradeció al pescador por no ser gruñón y le compró los que se veían más frescos y ricos. Esa tarde Raymi comió ceviche junto a sus dos nuevos amigos.